Es como cuando cerrás los ojos y te quedás mirando. Al principio se ve solamente oscuridad, pero si aguantás un rato y prestás atención, de a poco van apareciendo formas, refulgencias, profundidades, hasta colores que quizás no tienen nombre, que flotan y se mueven en ese mundo donde la negrura no está vacía. Entonces surgen las preguntas, ¿eso siempre estuvo ahí y nunca lo vi? ¿De dónde vienen esas imágenes? ¿Las estoy imaginando o las estoy viendo? Es como un mundo otro. Que está y no está.
Mi Diario de la Escucha durante la pandemia comienza con el sonido de las palabras del discurso con el que el Presidente Alberto Fernández anunció el comienzo del Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio. Un instante. Un momento. Una imagen muy cinematográfica. Imagino a todas las personas como yo, en sus casa, mirando la tele, la computadora, escuchando las nuevas disposiciones mientras todos los demás sonidos se van apagando alrededor. Como si fuera un zoom in pero de ruidos, hasta que sólo queda la voz presidencial que, con tranquilidad y aplomo, declara que lo primero es cuidarnos y cuidar al prójimo, así que por un par de semanas (un par de semanas, ¡ja!) debemos permanecer en nuestros hogares y salir solamente a hacer compras de alimentos o medicamentos. Los demás, salvo los trabajadores esenciales, confinados hasta nuevo aviso.
Esos primeros días, los silencios de la cuarentena vinieron del afuera: en las calles vacías de autos y de motos, la calma -espesa, gomosa- se rompía muy cada tanto con el andar desinflado de algún colectivo de línea que igual se oía rodeado de extrañamiento. En los adentros, intentábamos llenar esos silencios del mismo modo que intentábamos llenar el tiempo: con listas de películas para ver online, de recitales en youtube, de vivos de Instagram, de recetas para probar, de reuniones con la gente querida a través de aplicaciones para videollamadas. Todo sumido en una inquietud tan quieta y pesada, y en la incertidumbre de cómo sería el comienzo real del aislamiento una vez que pasara el fin de semana extra large. Todavía hacía calor. Las ventanas se abrían más de lo que se cerraban. Las tardes duraban hasta avanzada la noche.
Poco a poco, nuestros oídos se empezaron a acostumbrar a un rosario de términos que hicieron carne en la letanía diaria de los informes de radio y televisión donde se describían los horrores de la pandemia en otros lugares del mundo. Horrores que se iban acercando inexorablemente a estos confines. Expresiones como curva de contagios, investigación epidemiológica, contactos estrechos, carga viral, testeos masivos, ocupación de camas, índice de positividad, enfermos, muertos, recuperados pasaron a formar parte del folklore de nuestro lenguaje habitual.
Con el comienzo de la breve primera semana de teletrabajo (para quienes pudimos continuar con nuestras tareas de manera remota), sobrevino una cantidad de cambios en el cotidiano que incluyeron modificaciones y variaciones en el contacto con el sonido y la relación con la escucha. En mi casa, por ejemplo, desapareció la radio a la mañana. Algo que parecía inimaginable, habida cuenta de mi costumbre de años de amanecer con esa compañía. Pero en estas circunstancias me descubrí enrarecida, aturdida por tanto ruido al despertar. Quizás es el silencio que invade desde afuera que no me permite interrumpirlo, romperlo con esas voces que de un día para el otro se volvieron tan irremediablemente estridentes. Quizás es un mecanismo de autopreservación, es mi cabeza cuidándome a mí misma de tanta información de muerte y enfermedad y preocupación y desasosiego. El sonido de la información radial por la mañana no fue sustituido por música. Y así fue que el silencio se volvió tan insoportablemente presente que no hubo manera de reemplazarlo, hasta que él mismo comenzó a mostrar sus intersticios, sus huecos, las grietas por donde se escapan esas otras formas del sonido que son las que no se oyen: se escuchan.
Porque poco a poco, con el correr de los días y, sobre todo, de las noches, empecé a descubrir que estaba rodeada. Rodeada de personas (mis vecinos), que describen coreografías individuales de ruidos y ruiditos: el vecino del A escucha reggaetón mientras limpia y entrena todos los días de 19 a 20 en el living. El vecino del B tiene una leve obsesión con el desinfectante en spray y un acompasado fsh fsh puebla las tardes del palier con una frecuencia que es casi rítmica. La vecina del C trabaja y vuelve todos los días a las 17.20. Dos veces por semana, pasa la aspiradora. La sinfonía de la vecindad se desarrolla día a día, semana a semana, sumando nuevos instrumentos ocasionales sin romper su armonía y llenando este silencio que se va volviendo más consistente y espeso con el correr de la cuarentena. Me pregunto cuál será mi aporte al (des)concierto general. Cuáles serán mis recurrencias sonoras. Qué escucharán ellos de mí.
Pero la relación más compleja, la más íntima, la que más me sorprende porque me hace preguntar si esto que escucho es nuevo o si siempre estuvo ahí pero yo nunca le presté atención, es la que establecí con el edificio. Un ejemplo: hay un caño que rodea toda la construcción por fuera, una especie de Pompidou marginal que hicieron en un momento como apaño de un arreglo que era mucho más caro y no se podía pagar y que finalmente quedó así. Ese caño, en un tramo, pasa justo por detrás de la ventana de la habitación donde duermo. Las noches de lluvia, ese caño se transforma en el más experimental de los instrumentos de percusión. Me he quedado horas escuchando la lluvia repiquetear en ese vacío metálico, tratando de establecer algún tipo de secuencia rítmica, sin resultado concluyente.
Una vibración se extiende por las paredes por demás delgadas del departamento. Una vibración de la que, hasta hoy, no he podido dar con el origen. Nace en un aparato, un motor, que arranca en ralentí y va aumentando la velocidad y con ella la vibración y con ella el volumen hasta que llega a un cierto límite y entonces para. Hasta que vuelve a arrancar. Es como escuchar al edificio respirar, pero es una respiración enferma, sufrida, desnaturalizada, una respiración ahogada, desesperada, tensa. Es un sonido perturbador que a la vez se volvió casi necesario. Es la revelación de la existencia de las entrañas del edificio. Es una prueba de vida. Un sonido que no puedo saber si es que estuvo siempre ahí y yo simplemente no lo escuchaba porque, claro, la vida antes de esta pandemia estaba ocupada por otras preocupaciones mucho más inmediatas que pensar que mi edificio está muriendo de covid19.
Hace unos años, Leonello Zambón y Eugenia González exhibieron en la CNB la instalación Murmullo que consistía en reemplazar los vidrios de la fachada de la Casa por unas paredes de parlantes que reproducían la información sonora que esos vidrios absorbían desde sus nuevos emplazamientos en diferentes lugares del edificio, y se amplificaban a partir de una serie de sensores piezoeléctricos desde el interior hacia el exterior. Después de más de cien días de confinamiento, imagino mi casa como una especie de Murmullo unplugged. Una obra de arte sonoro en la que los ruidos del silencio se amplifican sin necesidad de elementos externos. Un mundo de sonidos que se abre paso desde la oscuridad que habitaba para poblar y ocupar este lugar suspendido de tiempo y de espacio en el que se han convertido nuestras vidas hasta volver a la normalidad. Lo que quiera que sea que eso signifique.