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Centro de Arte Sonoro

Tres relatos sobre la escucha en la educación pública

Por Catriel Nievas

Hace aproximadamente siete años trabajo como docente de música en escuelas públicas en Buenos Aires, más precisamente en el conurbano bonaerense, más precisamente en el partido de Merlo.

La llegada a la docencia en les músiques no siempre está acompañada de vocación por la enseñanza sino que, por lo menos en mi caso, aparece como una buena posibilidad laboral con ciertas comodidades (muy discutibles en nuestro país por supuesto) como estar en blanco, tener obra social, vacaciones, aportes jubilatorios, etc. de las que otros trabajos carecen totalmente en el mercado laboral local. Por otro lado, brinda estabilidad en el tiempo. Sin embargo, la mayoría de las veces las condiciones laborales son muy desgastantes en el contexto de un conurbano con mínimo presupuesto para la educación pública y una infraestructura que se cae a pedazos, ser docente se convierte en un ​Do It Yourself diario donde casi no hay herramientas, ni las condiciones para que se enseñe como se espera.

Mi primera experiencia fue en secundaria. Entrar en un aula con aproximadamente 30 estudiantes adolescentes que tenían apenas 5 o 6 años menos que yo era bastante intimidante. Entonces jugué la carta del ​profe-de-música-joven-buena-onda-y-permisivo, distinto al profe-de-matemática-exigente-y-mala-onda (por ejemplo). Al principio cumplía con mis horas y mis tareas y después me iba a casa. Con el tiempo me fui involucrando más y mejor con la escuela. Entendí las dinámicas del enseñar y del aprender en las escuelas públicas de Merlo (que creo son un reflejo idéntico en todo el conurbano) y lentamente ese personaje que me había armado se fue reconfigurando. Ser buena onda es positivo y constructivo en la medida en que haya algo que compartir en el aula, y ese compartir lo descubrí como la posibilidad de hablar de lo que me gusta: hacer y escuchar música.

En estos tres relatos voy a compartir algunas experiencias que tuve en las aulas en todos los niveles en los que trabajé, secundario, primario e inicial. Todos dan cuenta del tremendo potencial artístico que existe en les alumnes que tuve y están unidos bajo un mismo hilo que terminó conduciendo mi interés y mis ganas por enseñar música: la escucha.

1: El silencio incomoda

Entendía que debía crearme una identidad para pararme frente al salón y opté por la de ser simple y llanamente el profe copado. Llevaba música en CDs y la reproducíamos en un grabador miniatura que era el único reproductor de la escuela, aunque a veces no andaba. Entonces llevaba música que a mí me gustaba y que tenía en CD como Daft Punk, White Stripes o discos que encontraba en mi casa de mi adolescencia. Quizás algo de tango, algo de Beethoven, compilados de folclore... lo que encontraba se amoldaba a mi clase. Pero entendía que era importante compartir ese rato de escucha.

Luego el grabador se rompió y apareció uno nuevo, tenía un volumen muy bajo pero por suerte, venía con USB. Entonces cargaba mi pen drive de músicas seleccionadas con una intención y un criterio un poco más pedagógico, a través de los ejemplos musicales que llevaba podíamos hablar de algunos temas del mundo de la teoría musical como por ejemplo: ritmos, texturas, intensidades, familias de instrumentos, tempo, estilos musicales, etc.

Empecé tranqui, primero algunas bandas de rock un poco inusuales, algo de hip hop pero no tan actual, sino De La Soul o Cypress Hill que siempre les gustaba. De repente aparecía algo de jazz y surgían frases como ​“esta es la música que bailaba mi abuelo” o ​“esta es música de viejos” o ​“música de película”. La idea era que la música que llevaba no fuera del todo extraña, pero que nunca satisficiera las expectativas, sino que incomodara al curso y lo hiciera encontrarse con algo distinto.

Me empecé a aventurar un poco más y forzar esos límites, llevé algo de Coltrane, creo que Interstellar Space. Free jazz puro y duro. Lo odiaron, se tapaban los oídos, ​“¡esto no es música!”, me daba el pie a preguntar “pero, ¿por qué no es música?”, “porque es puro ruido” “¿y cómo tiene que ser la música?” y así se debatía y se construía en grupo. De repente comenzaron a convivir músicas muy diferentes entre sí en el salón porque les pedía a les chiques que también trajeran la música que escuchaban en sus casas. Entonces había un tema de alguna banda K-pop tipo BTS, otro de La Beriso, alguno romántico melódico tipo Axel o Sin Bandera, otro de John Zorn que a mí me gustaba, mezclado con Creedence (se filtraba la influencia de algún padre rockero de barrio), Callejeros (nunca falta), Cerati, Arcángel, reggaeton y más free jazz. Así se formaba un crisol musical totalmente singular que a mí me sirvió para dar clases y poder explicar conceptos y teoría musical que están en la planificación docente.

Escuchábamos y hablábamos. Por lo general se burlaban de la música que yo llevaba, pero yo también me burlaba de ella y mientras les preguntaba “¿​qué escuchan? qué instrumentos distinguen, cuántos, en qué momentos hay más instrumentos, en qué momentos menos, cómo es la música, es rápida, es lenta, cómo la pueden describir” etc. A veces salían adjetivos muy locales como “​es música de macumba”, u otros más globales “​es música de película”, y algunos muy subjetivos “​es música fea” o “es música triste”… Un día siguiendo con la misma idea armé una lista de tracks y la consigna era simplemente “escuchar” y tratar de describir la música con lo que habíamos aprendido sin acudir a los binomios del tipo “lindo/ feo”, “me gusta/no me gusta” etc. Hasta que llegué a un dúo de música experimental improvisada que estaba escuchando mucho en ese momento: Jean Luc Guionnet y Seijiro Murayama. Ellos construyen mínimas líneas de sonido muy finas y siempre a punto de quebrarse, a un volumen bajísimo y en el umbral del silencio.

Le di play..​.“¡no se escucha!”, “¡más volumen!”, “¡¿qué es eso?!”, “¡profe, eso es horrible, sacalo!” y así y así por un rato. Pero los comentarios empezaron a desaparecer hasta que hubo silencio. No lo podía creer porque el parlante del reproductor realmente se escuchaba a muy bajo volumen y todo el mundo hizo silencio por casi un minuto, lo cual es muchísimo en un aula. Toda la concentración de 33 adolescentes hiperactives de 14 años se enfocó en escuchar un sonido que apenas era audible en un minicomponente Aiwa blanco. Esa concentración era de asombro. Antes que se disipe la magia decidí pausar el track. Hubo silencio. “¿Qué escucharon?”, pregunté. ​“Yo escuché música de película de terror”, “yo escuché como si fuera un silbido”, “yo escuché algo que me dio miedo”, toda el aula se rió, y una chica muy dudosa dijo ​“yo escuché algo que me incomodó”. ​“¿Qué es lo que te incomodó?”, pregunté. “Que haya tanto silencio”. “¿Y qué tiene de malo el silencio?”. “En mi casa nunca hay silencio... siempre hay que gritar para que te escuchen”. No sé si en el aula captaron el peso de esa respuesta o si pasó por alto… Yo traté de seguir adelante, aunque me costó un poco porque ahí entendí muchas cosas como de golpe. Entendí la escucha, esa de la que habla la música contemporánea y académica, John Cage y Pauline Oliveros y demás, pero totalmente fuera de lugar, casi desubicada. Esa “escucha” era académica, era meditativa, era experimental, era musical... sin embargo, escuchar, escucharse y escucharnos en ese barrio, en ese contexto social y económico, en esas adolescencias, en esa escuela, en ese salón... eso era algo distinto.

Las condiciones para escucharnos no estaban dadas, había que generarlas, y a pesar del ruido eterno del patio, las ventanas algunas sin vidrio y los gritos del pasillo, ahí sucedió algo y esa confesión a mí me abrió a un entendimiento totalmente nuevo; entendí que agudizar la escucha en la escuela pública no sirve solo para ser artistas o aprobar la materia, sirve para sensibilizar todo lo que la realidad y el barrio endurecen, sirve para confundir los espacios y que la intimidad brote en el salón (porque muchas veces es angustia y tristeza). En esos momentos está bueno ejercitar la escucha, para contenernos, encontrarnos y acompañarnos.

2: La nada y la ronda

Durante casi 5 años di clases en escuelas primarias y secundarias. En las escuelas primarias siempre a niñes de entre 10, 11 y 12 años. Por lo que entrar a trabajar en un jardín fue tremendamente diferente.

Las primeras clases fueron algo frustrantes ya que el diálogo al que estaba acostumbrado con niñes de edad más elevada, acá era impensable. Todo debía partir desde el juego y la claridad con la que me expresaba, las consignas debían ser simples y concisas y también debía repetirlas algunas veces para que se fijaran en la memoria.

Hay una idea, que por suerte está desapareciendo, de que el docente debe ser el guía de la clase y lo que sucede en la misma parte única y exclusivamente de su iniciativa y de lo que preparó.

Obviamente ya venía trabajando de antes con niñes y estaba acostumbrado al juego en clase y a que también propongan ideas y encuentren un espacio para desarrollar su propia creatividad o explorar cosas que les interesaran. En el jardín era diferente porque en cuanto se le daba un poco de espacio a les niñes toda la calma rápidamente se desmoronaba y era muy difícil regresar a tener su atención.

Sin embargo, en una clase sucedió algo casi mágico, metafísico, performático... Siendo sincero me había quedado sin ideas a los 10 minutos de clase y no sabía qué hacer porque aún faltaban 20. Así que antes de desesperar se me ocurrió un juego improvisado que consistía en hacer un ritmo muy simple en el piso con las manos. Estábamos en las sillitas pequeñas del jardín y nos agachamos para percutir el piso. Primero con ambas manos y los pies, se me ocurrió que la idea del juego era ir restando densidad rítmica así que comencé quitando una mano. Todo el mundo quitó una mano y seguimos el ritmo con la otra, luego sin manos y continuamos con los pies. Pero un nene entendió enseguida el mecanismo y tomó la posta sin siquiera pedirme permiso y dijo ​“ahora sin pies”. Genial, nos encontramos haciendo el ritmo pero sin percutir nada, solo meciéndonos en la silla casi como larvas. Luego fue por más y dijo ​“ahora sin ojos”. Cerramos los ojos, luego dijo ​“ahora... ¡sin cabeza!”. Agachamos la cabeza como si fuéramos tortugas escondiéndonos en nuestro caparazón. Se estaba poniendo bastante extraño ver 20 seres moviéndose de forma espasmódica sobre las sillas y creo que yo mismo debo haber sido muy gracioso midiendo 2 metros en una silla miniatura, meciéndome como una entidad decapitada. Pero cuando pensé que no podía ir más lejos, lo hizo y dijo “ahora todo vacío...”. Me quedé mirándolo como esperando más explicaciones. ​“Sí sí, vacío, nos vamos de acá”. Nos dirigió hasta la otra punta de la salita.

Cada vez más raro todo, me quedé mirándolo para que me diga cómo seguía el juego. “Ahora nos quedamos mirando donde estábamos antes” y señaló la ronda de sillas vacías, donde habíamos estado hasta hacía un momento. De alguna manera (al menos en mi mente) el ritmo continuaba sonando en silencio y ahora éramos invisibles y podíamos vernos desde lejos… o quizás seguíamos ahí en otra dimensión, no lo sé. Sin embargo hubo un lapso temporal en el que existió una perfecta sincronía y armonía entre todes, ya que de alguna u otra manera, todo el mundo entendió que ahí pasaba algo.

Fue realmente la experiencia más extraña que viví en la docencia. Lo más llamativo es que nadie dudó de las indicaciones, la clase siguió nuestra desaparición paso a paso. El momento en que nos quedamos contemplando en silencio la ronda de sillas vacías fue increíble, y no creo que hayan sido más de 10 segundos, sin embargo lo recuerdo eterno: el sol entraba por la ventana con rejas y el polvo bailaba y caía en círculos alrededor de los haces de luz.

Traté de volver a repetir esa experiencia pero no lo logré. También entendí que fue un acuerdo tácito y pareció como una suerte de alineación de planetas que se da una vez cada tantos años. La consigna se entendió sin que la explique, el nene la tomó y se la apropió y la continuó según entendía que podía seguir desarrollándose, y el resto de la clase participó activamente. Nadie dudó de ese liderazgo momentáneo y supongo que ahí hay una enseñanza también. No sólo hubo una escucha activa y totalmente presente en la sala (de parte de todes) sino que hubo una cantidad inmensa de creatividad e imaginación, casi aplastante, que rara vez encontramos en la adultez, capaz de crear una forma de salirse de nuestra percepción cotidiana y crear un estado que nos permita vernos de otra manera. Cuando me acuerdo, me emociono.

3: El funeral de la paloma y la visita de Christoph

El primer relato tuvo lugar en la secundaria, el segundo en jardín y el tercero en primaria. 

Trabajé en la escuela primaria varios años y desarrollé un vínculo particular con una de ellas. Tuve un curso con el que habíamos forjado una relación de amistad. Este grupo era bastante emocional, y tenían entre sí relaciones algo conflictivas y explosivas por momentos. Si bien había un cariño real entre elles, la misma convivencia y esa emocionalidad a flor de piel hacía que hubiera pequeñas erupciones de gritos, llantos, ofendimientos, peleas, abrazos, risas, puñetazos, cartas de amor, cartas de odio, todo eso a veces condensado en 2 horas. Un montón. Eso contribuía a que la clase se desordene rápidamente, sin embargo esa misma ebullición constante de emociones también lo era de creatividad y aparecían imaginaciones muy potentes en respuesta a las consignas que daba. Trabajamos todo tipo de cosas, canciones inventadas como ​“El mundo mundial” y ​“A la buena maestra” que se convirtieron en canciones famosas en la escuela, composiciones casi performáticas con peluches debajo de árboles, ritmos con vasos, dibujos sonoros y mucho más. Es importante ubicar esta escuela en contexto y es en un barrio muy carenciado con áreas descampadas y situaciones muy vulnerables de familias que construyen sus propias casas como pueden.

Una vez, luego de un recreo, alguien trajo la noticia de que habían encontrado una paloma muerta en el desagüe del patio. Decidimos que había que sacarla de ahí y hacerle un entierro real. En seguida todo el mundo estuvo de acuerdo, así que agarramos todos los instrumentos que teníamos (maracas, panderetas, sonajeros, bombos, yo llevé mi guitarra y algunas cosas más) y fuimos hasta el patio. Con el nene que trajo la noticia nos llevábamos bien, sin embargo a veces se mostraba como el más “duro” o fuerte del grupo y solía burlarse o ser medio bully con el resto. Una vez que llegamos al patio primero recolectamos piedras, flores y algunos palitos de helado del piso. Armamos un altar al lado de un árbol que estaba justo en la otra punta del desagüe donde estaba la paloma.

Sacamos a la paloma de ahí con una pala, la envolvimos en hojas y cruzamos el patio tocando música hasta su punto de entierro. Era una música un poco triste, sin embargo en un momento otro nene comenzó a tocar algo distinto. En ese momento el primer nene que estaba totalmente compenetrado lo retó “¡​Más respeto con la paloma! Este es su funeral...” Me llamó mucho la atención ya que siempre era el duro y adoptaba el papel de chico malo e irreverente con el resto, sin embargo ese día estaba compenetrado con el ritual y creo que ahí habilitó algo de una sensibilidad distinta, como si ese ​espacio- tiempo le permitiera no ser quien siempre era, (que estoy seguro que es pura fachada) y ser alguien que está dispuesto a acompañar el entierro de un animal muerto con muchísimo respeto y amor.

Casi en noviembre de ese mismo año, un músico de improvisación libre y free jazz de Suiza llamado Christoph Gallio visitaba Argentina para hacer algunos conciertos. Ya nos habíamos encontrado en algunas oportunidades antes y habíamos tocado juntos. Antes de venir para acá me escribió para que hagamos algunas tocadas. Christoph se estaba quedando en Capital Federal no recuerdo dónde y la mayoría de sus actividades se concentraban allí. Me pareció una excelente oportunidad para Christoph y para les chiques que él nos visite en la escuela en el Parque San Martín en Merlo. Así fue, coordinamos un día, lo fui a buscar a la estación y fuimos hasta la escuela. Christoph es saxofonista así que trajo su saxo. Entró a la escuela y fuimos saludando a todo el mundo, él habla muy poco de español así que traduje sus saludos. Entró al salón y fue un encuentro increíble. Todo el salón lo estaba esperando, habían traído galletitas, jugo, golosinas y gaseosas para compartir. La maestra y la directora lo esperaban también en el salón. Después de que se presentó le hicieron todo tipo de preguntas sobre Suiza, sobre sus colores favoritos, comidas favoritas, si le gustaba el reggaeton, si le gustaba la navidad, si le gustaba Ronaldo, si le gustaba Boca, si le gustaba nadar, si le gustaba Dragon Ball, etc. Las clases anteriores habíamos trabajado con partituras gráficas y analógicas, con dibujos y colores. Christoph se ofreció a tocarlas todas. Así que una por una fueron llegando las partituras hasta Christoph y él tocaba su saxofón con total seriedad y compromiso artístico.

Luego hacía un silencio solemne y decía ​“wow very very good!” y todo el mundo aplaudía.Les compositores se aplaudían, se felicitaban, se asombraban y se escuchaban con muchísima atención y sorpresa. La maestra y la directora me preguntaban si realmente habían escrito esas partituras tan difíciles. ​“Así es, lo aprendimos este año” les decía también muy serio (punto para mí). Luego hicimos un pic nic y comimos galletitas de animales y Manaos en el patio debajo de un árbol. Christoph les aconsejó que no era bueno que coman tanta azúcar y preguntaron ​“¿y entonces qué comemos?”. Charlamos un montón y yo paré de traducir y dejé que lo invadan de preguntas que él no entendía pero tampoco importaba porque había una comunicación donde no hacía falta entender las palabras… el entusiasmo crecía y le seguían llevando galletitas, chizitos y papitas. Luego volvimos al salón e hicimos un concierto de música improvisada libre de consignas, solo tocar. Rápidamente se convirtió en un concierto de música improvisada de lo más bestial. Todes tocamos al máximo volúmen totalmente fuera de control y estuvo espectacular. Se comportaron como artistas experimentales de primera categoría y hasta destruyeron un bombo. La directora se enojó y separó al destructor del resto del ensamble. Pero ahí, en ese momento, hubo una catarsis que se mezcló con llanto y con liberación. Ese volúmen y esa destrucción sonora no fueron casuales, hay muchas historias tristes en las escuelas y en ese salón había unas cuantas. A veces el sonido salva, es medicinal, nos ayuda a gritar mejor y más fuerte, nos conecta con amigues y compañeres, nos quita la soledad o la convierte en algo bello, poderoso y temible.

Al año siguiente me seguían hablando sobre ese día y me preguntaban cómo estaba mi amigo Christoph. Para él también fue un día hermoso y creo que todes nos llevamos algo de escucharnos mutuamente sin necesidad de saber el idioma, solo comiendo galletitas debajo del árbol y tocando música.

Final

Estos relatos son pequeños tesoros para mí. Son experiencias que tuve como docente y están unidas por distintas formas de escucha y sobre cómo terminé de conectar con una en particular que no es la misma que practico cuando toco música, grabo o voy a conciertos. Muchas veces esa escucha aparece en las aulas pero de forma lateral, porque es efímera y no da resultados materiales o visibles. Es frágil y profunda, cargada de historias y realidades que actualmente viven, padecen, disfrutan, transitan, sufren, lloran, odian y desean, las infancias que reciben educación en las aulas de la escuela pública. Por eso creo que ejercitar la escucha y enseñar a sensibilizar y sensibilizarnos debe ser central en la docencia (no importa el área), porque así, finalmente estaremos formando personas que serán más sensibles a la realidad y tendrán ideas y deseos que impactarán en ella de formas mágicas e impensadas.

gracias a lil por incentivarme a escribir,
a mi mamá por enseñarme a enseñar
y a todas las maestras que conocí estos años